El último viaje de los hermanos Gallego
EL ÚLTIMO VIAJE DE LOS HERMANOS GALLEGO
Jose Mena Alvarez
El 15 de enero de 1838 a las siete de la mañana se produjo el que se considera el primer accidente de un tren español, un convoy arrastrado paradójicamente por la locomotora Villanueva, que descarriló tras chocar con un toro. Ocurrió en Cuba, por entonces provincia de España y que cubría los 28 km que separan La Habana de Bejucal. No hubo víctimas mortales. Para encontrar el primer siniestro grave con muertos debemos trasladarnos al 28 de noviembre de 1852, donde el descarrilamiento de un convoy que cayó por un terraplén en las inmediaciones del kilómetro 4 del ferrocarril Madrid-Aranjuez, ocasionó la muerte del fogonero y el interventor, como cuentan las crónicas de la época:
“…algunos viajeros acudieron con afán a retirar a sus compañeros de desgracia, de aquel infierno en que habían caído; pues tal parecía el barranco con el humo y el olor del carbón… entre aquellos infelices que salían negros, ensangrentados y desvanecidos… el médico que llegó al lugar de la catástrofe, el señor Benavides, que se hallaba de guardia en el hospital, y que con una noticia confusa, pero exagerada de la catástrofe, no temió montar en una locomotora y volar al auxilio de los desgraciados, acompañado de un ayudante, de un sacerdote y de varios empleados de la empresa…Sin embargo, el grave estado en que hallamos al infeliz fogonero D. Manuel Ortega, que sobrevivió tres cuartos de hora escasos…lamentando también la muerte del factor D. Cosme Belio que ha sucumbido a la inflamación de las quemaduras que el vapor escapado de la máquina le produjo1…”
Desde ese último accidente, hace 170 años hasta hoy, se han producido unos 250 siniestros con cerca de 3200 víctimas mortales. Y 109 años después, concretamente el 9 de enero de 1961, el choque del expreso de Valencia con un tren de mercancías muy cerca ya de Barcelona, dejó veinticinco muertos. Entre los viajeros se encontraban cuatro estudiantes de nuestro pueblo, los hermanos Federico y Juan salvador Gallego Soler, Vicente Jesus Serradell García y Justo Poveda Estrada. El pasado mes de enero se cumplieron sesenta y un años de un hecho trágico que conmocionó a toda España y especialmente al pueblo de Castelló. En este artículo trataremos de recordar las circunstancias de ese accidente y de dar a conocer todos los detalles.
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Castellonenses que estudiaban
Al empezar la década de los sesenta, los campos y huertos de Castelló lucían verdes en primavera por las plantaciones de arroz que, junto a todo un sistema de regadío antiguo, como las acequias, los motores con sus viejas chimeneas y las casitas de campo, conformaban un paisaje exclusivamente agrícola en una época en la que la Ribera, a excepción de alguna empresa emergente del momento, dependía casi únicamente de lo que daba la tierra. En este escenario de ruralía, los hijos de la gran mayoría de familias del pueblo estaban abocados a seguir el oficio de sus padres. Sin embargo, había algunos que podían dar estudios a sus descendientes. Éste era el caso de los hermanos Federico y Juan Salvador Gallego, de Vicente Jesus Serradell -los tres habían estudiado en el prestigioso colegio de los Jesuitas de Valencia- y de Justo Poveda.
Al terminar la enseñanza secundaria Federico y Vicente Jesús se trasladaron al instituto Químico de Sarrià, Barcelona a estudiar Ingeniería Técnica, mientras que Justo Poveda con menos recursos económicos y viviendo en una pensión -también de Barcelona- había comenzado sus estudios de medicina. Sobre Federico, el mayor de los dos hermanos, nos cuenta su sobrina María Jesús que era un joven muy constante, así como sencillo. En todo momento aconsejaba a su hermano Juan Salvador, más propenso a sueños más irreales, y por eso decidió llevárselo a Barcelona y que cursara allí la carrera de Aparejador, ya que el último curso no había estado nada centrado : solía irse con los amigos y no se ponía a estudiar, como era su deber.
Sin embargo, a ambos les esperaba un mismo destino que nadie hubiera podido imaginar y con lo que el ser humano no suele tener en cuenta. Un día, como cualquier otro, la muerte y el fin de tantos proyectos les esperaba entre las vías. En el momento del accidente, Federico tenía 22 años; era a ojos de todos un joven envidiable. Entonces estaba a punto de terminar la carrera de Ingeniería Química, esperaba incorporarse a las milicias universitarias y ya había firmado un contrato con la casa Nogueroles (Alemania), para trabajar lo antes posible. Su hermano Juan Salvador, de 20 años, estaba preparando el ingreso en la Escuela Superior de Aparejadores, siguiendo el trayecto marcado por su hermano.
A finales de 1960, los hermanos Gallego volvieron al pueblo para pasar, sin saberlo, la última Navidad con su familia. Nadie podía pensar que tomarían la última despedida. Lo hicieron en avión, y no fue precisamente una experiencia muy placentera. Llegando al aeropuerto de Manises, debido al fuerte viento, el aparato tuvo que dar varias vueltas a la pista antes del aterrizaje. Federico tomó mucho miedo y así se lo transmitió a su padre y, aunque tenían los billetes de regreso comprados, decidieron que volverían a Barcelona en tren.
El accidente
La noche del 8 de enero de 1961, los cuatro estudiantes de Castelló salieron juntos en el trenet del pueblo, donde Juan Salvador, que se había alargado un poco demasiado despidiéndose de su novia, llegó prácticamente con el tren en marcha y casi lo pierde. <Ojalá lo hubiese perdido>, se lamentaba Justo cuando le entrevisté. Llegaron a la estación del Nord de València, donde a las 11 de la noche tenían prevista la salida con el expreso destino Barcelona. Federico, unos momentos antes, de manera premonitoria, compró un libro titulado Mi último viaje, donde se podía leer: “No os sintáis tristes por mí, estoy seguro de que allí donde voy no hay sufrimiento. Abrid una botella de vuestra bebida favorita, y recordadme cuando estaba bien, cuando reía con vosotros. Brindad conmigo, pues donde esté yo levantaré una copa, por todos los que os cruzasteis en mi camino”.
Justo viajaba en tercera clase, pero se pasó al vagón de segunda donde estaban Federico, Juan Salvador y Vicente Jesús para ir charlando con ellos. Y justo en la entrada de Tarragona le entró sueño y se fue a descansar a su vagón.
El lunes 9 de enero de 1961 hizo un día gris y frío. En alguna estación se podía escuchar Poetry in motion de Johnny Tillotson, canción del momento en toda Europa. Alrededor de las siete y veinticinco minutos de la mañana, en la bifurcación de agujas de Casa Antúnez, de Hospitalet de Llobregat, se produjo la tragedia. Un tren CB-1 de mercancías formado por vagones plataforma vacíos que provenía de la estación de Sants chocó frontalmente, con una violencia terrible, contra el tren expreso procedente de Valencia. El brutal impacto provocó que la locomotora eléctrica del tren mercancías volcara hacia el margen derecho a una distancia considerable del lugar de la colisión, mientras que la locomotora del expreso se quedó en posición vertical descansando sobre la parte trasera. Parte del resto del convoy de pasajeros quedó convertido en un amasijo de hierros y madera, con un balance total de veinticinco muertos y una cincuentena de heridos.
En el tren de mercancías, que circulaba a unos 30 km/h, viajaban el maquinista Fernando Benavente Molero, y el maquinista ayudante Antonio Ávila Lloret, de 58 años. En el Express 704 de Valencia viajaban trescientas sesenta personas, repartidas entre la locomotora 7652 de tracción simple eléctrica, un furgón de equipajes, el vagón calderín y seis coches de pasajeros distribuidos de la siguiente manera: vagón metálico de primera clase (núm. 6138), vagón metálico mixto de butacas para segunda clase (núm. 1030), vagón de madera para pasajeros de segunda clase (núm. 2366), dos vagones metálicos de tercera clase y un coche cama, también metálico. El accidente tuvo lugar en el kilómetro 672,900 de la línea férrea, cerca de la autovía de Castelldefels y cercano a la ermita de Bellvitge, en el término municipal de Hospitalet de Llobregat.
Parece que el suceso obedeció a un error humano provocado por el maquinista del expreso de Valencia, Fernando Ruíz Noriega, quien no advirtió las dos señales luminosas amarillas de precaución del cruce de agujas del paso a nivel a la salida de la estación de L’Hospitalet que, de forma escalonada, obligaban a reducir la marcha. El tren siguió circulando a velocidad de ruta, unos 80 km/h, hasta darse cuenta de la señal roja de peligro que obligaba a la parada absoluta. Cuando finalmente se activaron los frenos, ya no había tiempo suficiente para evitar la colisión contra el mercancías. A resultas del brutal impacto, resultaron muertos Fernando Benavente Molero, Jose María Palleja Sangenís y Jose Luis Maroto Echevarría de 32 años -maquinista, jefe del tren y ferroviario del mercancías respectivamente- que quedaron encarcelados entre la chatarra de la locomotora, mientras que Antonio Ávila lloret quedó gravemente herido. Nicolás Fernández Fernández, ayudante del expreso, natural de Arbucinos (Zamora) quedó aplastado dentro de la cabina y no fue liberado por los bomberos hasta siete horas después con la ayuda de cables arrastrados por un coche-grúa que separaron las planchas que lo habían destrozado y Jose Gutiérrez Jiménez, de 30 años, encargado del calderín del expreso, el hallazgo de su cuerpo muerto fue posible al sofocar el fuego que se había producido en el interior del vagón, mientras que el maquinista Fernando Ruiz Noriega quedó gravemente herido al salir despedido.
El hecho de que entre los vagones de pasajeros se alternaran unidades metálicas con otra de madera contribuyó, al parecer, a incrementar el número de víctimas. El vagón mixto, de estructura metálica, penetró en el de madera que le seguía y llegó hasta la altura de la novena ventanilla. El vagón quedó deshecho y lleno de cadáveres. También entre los pasajeros de la unidad metálica resultaron heridas varias personas a consecuencia de la deformación que sufrió el vagón y por las numerosas chispas que entraron. En cuanto al resto de los vagones, la primera unidad registró también varios afectados, mientras que en las restantes, al parecer, sólo hubo magulladuras y contusiones leves. Uno de los convoyes derribó parcialmente la caseta de señales del paso a nivel e hirió gravemente el guardagujas.
Entre las víctimas de los pasajeros del expreso, todas ubicadas en el vagón de madera, había nueve estudiantes y un profesor que viajaban a Barcelona después del período de vacaciones navideñas. El padre Ferrer Pi, director del Instituto Químico de Sarriá, acompañado por el subdirector, el padre Sanz Burata y el presbítero Luís Corví, identificaron a Fernando Rubio Verniers, de Valencia, de 24 años, licenciado en Física, que estaba preparando su tesis doctoral. Asimismo, identificaron los cadáveres de los hermanos Federico y Juan Salvador Gallego Soler de Castelló, el estudiante Rafael Ruiz Beltran, de 22 años, natural de Alzira; Jose María Martinez Soler, de 20 años, futuro aparejador, de Benimamet; Rafael Ortega Giner, de 21 años, natural de Castellar (Valencia), también proyecto de aparejador; Jose del Hoyo Arcajarán, de 61 años, de Valencia, maestro nacional y residente en Vic; Amparo Barado Sánchez, 22 años, estudiante de Farmacia y natural de La Unión (Cartagena); Rogelio Pagés Giménez, de 19 años, natural de Escuyas (Almería), hijo del factor de la RENFE, destinado en Sitges; Jaime Cañellas Fornés de Palma de Mallorca; los hermanos Gonzalo Villalba Aguilar y Miguel Villalba Aguilar, de 7 y 5 años respectivamente, y sus padres, Miguel Villalba Palomar y Amparo Aguilar, de Segorbe, que fallecieron en la ambulancia durante el traslado al hospital; Emilio Sapiña Zapates de Barcelona; Eleodel Gutierrez Martín maquinista de la RENFE, de Tarragona; Ana García, de 31 años. También figuraban dos jóvenes y aventajados alumnos de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales (Sección Textil) de Tarrasa: don Luis Juan Gisbert Vicens, de 19 años, natural de Alcoy, sobrino del Gobernador Cívil de Madrid y don Juan José Rodoreda Artasánchez, de 18 años, nacido en Puebla (México), alumnos del segundo curso de la carrera, entrañables amigos así como estudiantes ejemplares -Rodoreda era el número 1 de su promoción y Gisbert de los mejores del curso- y se habían trasladado a Valencia para pasar las vacaciones de Navidad en casa de Gisbert, y al ocurrir la catástrofe volvían a Tarrasa a incorporarse a los estudios.
Pero el siniestro podía haber sido mayor, ya que el incidente provocó la caída de los cables eléctricos de la torre de mando del tráfico ferroviario que, por suerte, no causaron ningún perjuicio a los pasajeros supervivientes. Al lugar del siniestro acudieron de inmediato los servicios de emergencia: bomberos de Barcelona, Cruz Roja, Policía Armada, Guardia Civil, así como diferentes autoridades de Hospitalet y Barcelona. Las labores de rescate duraron hasta bien entrada la noche, aunque los primeros auxilios y ayudas a los heridos vinieron de manos de los propios pasajeros del tren, de numerosos vecinos de L’Hospitalet que se acercaron al lugar del siniestro e incluso de varios obreros de la fábrica La Seda de Barcelona, en El Prat de Llobregat, que se trasladaron al lugar con sopletes eléctricos, para ayudar a los bomberos en las acciones de rescate. Alrededor de las 13h, el equipo formado por el doctor Masoliver y otros cuatro facultativos inyectaron sérum sanguíneo a dos mujeres jóvenes atrapadas dentro de un vagón, y que finalmente, después de grandes esfuerzos -por parte de los bomberos- fueron liberadas con graves heridas junto a otro hombre. Pasadas las cuatro de la tarde, unas diez horas después de ocurrir la catástrofe, los bomberos partieron con un soplete eléctrico la plancha del vagón metálico, y extrajeron los cadáveres de otras siete personas.
En el expreso viajaba en el coche cama la expedición del R.C.D Español, que volvía de jugar en Mestalla un partido correspondiente al Campeonato Nacional de Liga, el cual perdieron por 3-0. El masajista, señor Fernández, que acompañaba a la expedición, improvisó una botiquí de urgencia para ayudar, junto al jugador Torres, a numerosos heridos. En cuanto a la expedición blanquiazul, el entrenador Ernesto Pons, declaró:
“de repente hemos notado una sacudida muy fuerte, seguida de frenazo, lo que se ha repetido dos o tres veces, hasta que el convoy se ha detenido en unos seis metros. Como consecuencia de semejante parón, hemos caído todos al suelo, unos encima de otros, pero nos hemos levantado en seguida, sin darle importancia, teniendo la impresión de que alguien había pulsado el timbre de alarma y el tren se había detenido, de una forma incluso exagerada. Hemos abierto una ventanilla y no hemos visto absolutamente nada anormal ni extraordinario, pero a mí mismo se me ha ocurrido bajar y he quedado impresionado al comprobar la colisión con un mercancías y el tremendo estropicio. Nuestros tres primeros vagones y la máquina estaban materialmente empotrados en los del tren oponente… Unos vagones estaban encima de otros hechos astillas y aquello era un montón de hierro torcido, madera, sangre y agudos lamentos… Por nuestra parte, todo se ha reducido a pequeños golpes y al consiguiente susto al bajar del tren y darnos cuenta de la dramática envergadura que tenía choque tan fenomenal. Todos, con el masajista Jaime Fernández, hemos colaborado en el rescate de las víctimas y para atender o prestar los primeros auxilios a los heridos”.
Justo y Vicente Jesús
Entre las múltiples historias de los supervivientes de este accidente, encontramos las del marido y esposa de Alicante -compuesto por Carlos Torra y su mujer-, que cancelaron el viaje y vendieron los billetes poco antes de salir el tren; o el de Vicente Ballestero, de 28 años, que viajaba en el módulo de madera, de camino a Inglaterra, donde esperaba contraer matrimonio con su novia Amparo Hernández. Al oír el estruendo, Vicente y Jose Montero que le acompañaba se echaron rápidamente al suelo, donde quedaron encarcelados por una barra de hierro. Tras ser rescatados, con heridas leves, intervinieron también en las labores de rescate y auxilio de los heridos, la de los estudiantes, todos ellos valencianos, Juan Palomares, Salvador Vendrell, Vicente Meseguer, Manuel Cortés, Salvador Verdaguer, Vicente Domínguez y Justo Poveda , que realizaron el viaje al vagón de 3ª clase porque no quedaban billetes de segunda, y que al producirse la colisión dormían en su compartimento y se apercibieron del choque para que las maletas los cayeron encima, conforme pudieron salieron del vagón a ayudar , especialmente a los pasajeros del vagón de segunda clase donde se registraron la mayoría de las víctimas. Justo Poveda que bajó del tren enseguida me relataba con un nudo en la garganta:
“al bajar me encontré con un escenario dantesco, por doquier había restos del convoy, equipajes, ropa rota, zapatos y otros objetos personales de los viajeros accidentados, rodeado de humo y de lamentos de las personas heridas: un auténtico caos. Me fui corriendo a buscar a mis compañeros, y al llegar allí, -aquí, mientras me lo cuenta, se le hace un nudo en la garganta y se queda unos segundos con la mirada perdida-, ese vagón de madera, en el que unos minutos antes había estado yo charlando con ellos, estaba hecho un acordeón. El vagón metálico que le seguía se había incrustado en él y había matado a todos a excepción de Vicente Jesús Serradell, ya que se quedó en un ángulo, al desplazarse en el último instante el vagón de madera haciendo una cuña, una especie de hueco. Tuvo mucha suerte y yo mucha alegría de verle. Atrapado como estaba por las piernas me repetía: <<¡Están todos muertos, están todos muertos!>>, yo giraba la cabeza y efectivamente no veía ni escuchaba nada, sólo un montón de hierros retorcidos y astillas de madera. Me decía Vicente Jesús que a los segundos del impacto todavía pudo escuchar la súplica de Juan Salvador pidiendo ayuda y llamando a su hermano Federico. Conforme pude -continúa- lo saqué por la ventana y cargándolo al lomo lo llevé al camino”.
Pese al elevado número de víctimas y heridos, la magnitud de la colisión podría haber sido de mayor importancia, dado que el número de pasajeros que viajaban al expreso de Valencia ascendía a unas 360 personas.
Balbina Vert, vecina de Castelló que vivía en Barcelona, fue la mujer que lavó la cara a los hermanos cuando sus cadáveres llegaron a Barcelona para realizar las autopsias
El entierro de los hermanos Gallego
El martes 10 de enero de 1961, a las cinco de la tarde, se celebraron las solemnes honras fúnebres por las víctimas en el cementerio de L’Hospitalet de Llobregat. La ceremonia coincidió con la finalización de las autopsias practicadas en los cadáveres, que iban depositándose en ataúdes de forma alineada en la explanada del cementerio, a donde acudían familiares y amigos. El ministro don Pedro Gual Villalbí presidió el acto acompañado de numerosas autoridades eclesiásticas, universitarias y del mundo de la política. Posteriormente, trasladaron a los difuntos a sus lugares de origen para recibir cristiana sepultura. Ese mismo día quedaron suspendidas las clases en las distintas facultades universitarias en señal de duelo por los nueve estudiantes fallecidos. El traslado de los cadáveres de los valencianos fue conmovedor. La capilla ardiente se instaló en un primer momento en la estación del Nord. Hubo funerales en Valencia, Alzira y Castellón. El entierro en nuestro pueblo estuvo presidido por el gobierno civil y una buena representación de los Jesuitas de Valencia:
“Se han celebrado en nuestro templo parroquial, solemnes funerales en memoria de los hermanos Federico y Juan Salvador Gallego Soler, víctimas del accidente ferroviario ocurrido en casa Antúnez. La iglesia se vió ocupada totalmente por los fieles. Presidían los padres de las víctimas, hermanos, tíos, autoridades y demás parientes. Ofició nuestro reverendo señor cura párroco doctor Gallart y Miquel, asistido por don Vicente Cifre y Juan Lluch, ambos seminaristas hijos de esta población. Actuó el coro parroquial bajo la dirección del maestro don Eduardo Cifre Gallego, que interpretó magistralmente la Misa de Obitus, a dos voces, de Valdés. En el responso se cantó el “Libérame Dómines” de Perosi, a tres grandes voces. Al final de la misa, los padres y familiares más allegados, recibieron el pésame de todos los asistentes, que testimoniaron una vez más el gran dolor que siente el pueblo de Villanueva de Castellón por la pérdida irreparable de estos dos hermanos muertos en tan trágico suceso”.
Recuerdo y esperanza
En ningún momento es la muerte una compañera deseada por nadie y menos en el período de la juventud llena de sueños. Se espera y se entiende, si ocurre al cabo de una larga vida, pero es mal recibida si es repentina y la vida está por empezar. La vida de nuestro pueblo se tiñó de luto en aquellos días y aún perdura el recuerdo. Al menos su familia y quienes fueron amigos y conocidos no han podido olvidar aquel hecho. Como decía el escritor francés, Alphonse de Lamartin (1790-1869), la muerte siempre tiene dos caras, la de aquél que se va y la de aquellos que sienten la pena del adiós: “A menudo el sepulcro cierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd”. De todas formas, seguro que aquellos que se van nos darían un mensaje de esperanza si pudieran, como bien nos insinúa la norte americana, Mary Elizabeth Frye(1905-2004):
No te detengas en mi tumba a llorar.
No estoy ahí, no estoy dormida.
Soy un millar de vientos que soplan,
soy la suave nieve que cae,
soy las gentiles gotas de lluvia,
soy los campos de granos maduros,
estoy en el silencio de la mañana,
en la prisa agraciada
de hermosas aves que vuelan en círculo.
Soy la estrella de la noche,
estoy en los pétalos que florecen,
en un cuarto silencioso,
en los pájaros que cantan,
en cada pequeña cosa.
No te detengas en mi tumba a llorar.
No estoy ahí, no estoy muerta.
1 https://prensahistorica.mcu.es/es/catalogo_imagenes/grupo.do?path=1001533745