Recuerdos de otoño

Siento que en lo que se acaba siempre nace algo nuevo. Amo el otoño porque en esa muerte anunciada hay una bella paz. (Manuel Julià).

El otoño nos aproxima a los primeros fríos antes de que llegue el invierno, a ese sutil cambio en la luz del atardecer, al escalofrío que nos produce ese ligero soplo de airecillo fresco que sacude los árboles que ya van cambiando el tono de sus hojas… pequeños indicios en el entorno que enuncian el fluir de los días.

Siempre me pareció una estación muy sugerente, bella y evocadora. Escribo estas líneas una tarde triste de domingo, gris, tormentosa, ventosa, en la que la lánguida luz devasta mi vitalidad, mi memoria y mi entusiasmo… Y es que, el otoño produce una inquietud que se filtra por cualquier resquicio, como un viento que silba misterioso y se adueña de todo. Sonidos que ni siquiera se arrodillan ante la muerte. Una tarde extraña, llena de inseguridades, también de oportunidades, pero con una emoción y una obligada necesidad de observar lo más cotidiano: esa luz de la tarde entrando por el ventanuco, el canto de los pájaros, la caida de las hojas, la compañía y el calor de las personas que ya no estan. Al principio mis pensamientos no estaban ordenados dentro de mi mente, por alguna rendija de ésta se colaban efímeros recuerdos de tiempos ya lejanos, de lo que alguna vez fui, recuerdos con la familia, con los amigos… rostros que se fueron, otros que desaparecieron por el camino y otros tan distanciados en el pasado que ya no me apenan pero forman parte de lo que fué mi existencia.

Salí de la casa, alejándome del pueblo, recorriendo una senda que conducía al bosque, caminando sin rumbo, abstraído, sin apenas percatarme del graznido de los cuervos y las cornejas, ni del tañido de las campanas que desde lo alto del campanario retumbaban por toda la sierra…

El viento que transportaba una fina lluvia golpeaba mi cara pero yo no hacia caso. Envuelto por el aroma del bosque, del suelo mojado por la lluvia mezclado con la liberación de las esporas de ciertos tipos de hongos y acompañado del reclamo del petirrojo y el trepador azul, llegué a la chopera del río. El ramaje de los chopos se ruborizaba por el frío del atardecer. De la lejanía me llega el sonido de las esquilas de algún rebaño de ovejas que todavía no había partido en trashumancia, y cuando lo hagan la sierra se quedará sola y callada durante todo el invierno esperando la llegada de la primavera.

Caminaba sobre un manto de hojas marchitas que crujían a mi paso, mientras a lo lejos, un espeso manto de nieve ocultaba las cumbres que con el arrugado gris del cielo mostraban el verdadero semblante del otoño, desnudándose de ornamentos y rendido gustoso al yermo invierno. En la misma ribera asomaban los álamos rojos, los chopos amarillos y los arces naranjas donde el colorido de sus hojas eran como una melancólica despedida de los largos días de verano para recordarnos que el sombrío y frío invierno acechaba a la vuelta de la esquina. Pasear por estos lugares envueltos de esta limpia y fresca atmósfera otoñal me producía una sensación de armonía y recogimiento. Un tiempo donde el silencio y el color ganaban la partida a mis preocupaciones.

Empezaba a soplar con más fuerza el viento y mis pensamientos volaban hacia otro otoño, en la casa de mis abuelos, donde las temblorosas manos de mi abuela removían la pulpa del membrillo que hervía en una olla grande, esto junto a las castañas al fuego y los frutos secos llenaban de un olor especial la estancia. Su vejez arrojaba una cálida serenidad que rodeaba de amor mi juventud. Aquel fue su último otoño, pero no el de mi abuelo con el que todavía pude disfrutar once otoños más al calor de la lumbre escuchando relatos de tiempos pasados.

Y es cierto que con el otoño siempre nos llega la melancolía, y junto a la caída de las hojas que dejan desnudos los árboles afloran sentimientos de tristeza, los cuales con el paso del tiempo uno aprende a convertirlos en alegres y estimulantes.

En esos días necesito escribir con más vehemencia sobre el papel recuerdos del ayer, como el que me viene ahora a la memoria, en el que un claro y luminoso día de otoño con una actividad incesante de nubes blancas en el cielo azul, estaba en el parque junto a mis padres, con mi abrigo largo gris que ya no existe en mi armario, intentando perseguir a unas palomas, mientras ellos permanecían risueños, alegres por verme, con esos rostros de eterna felicidad que ahora solo puedo ver en unas fotografías ya amarillentas y desgastadas por los años.

Pero esta vez la melancolía apenas daña mis emociones, porque tras el paso de mis pasos y a través de los otoños, camino más fuerte, con nuevos sueños en el bolsillo, con un nuevo abrigo de distinto color.

Mientras, va cayendo el día y un manto de niebla va ocupando todo a mi alrededor, miro en lontananza el cielo rojizo que parece reflejarse en los cálidos tonos de las copas de la arboleda. Un cárabo ulula en lo profundo del bosque. Los ladridos de los perros, el olor a leña quemada y los mugidos de las vacas en los establos, me recuerdan que es hora de volver a la casa, de cerrar las ventanas y buscar un rincón al lado de la lumbre. Mirando el crepitar de las llamaradas mi pensamiento vuelve a volar a aquellos años de mi infancia, esta vez a la casa de mis tíos, es el mes de noviembre, recién recogida la cosecha de las olivas que ellos las preparaban, para después cargadas con el carro tirado por una mula, ir a venderlas por los pueblos cercanos, aquel aroma que desprendían en la casa mezclado con el de las algarrobas y las balas de paja amontonadas en el establo siempre me devuelven la nostalgia de aquellos años pasados.

La niebla hace que el tiempo vaya más despacio. Cuando uno se levanta aislado del resto del mundo por jirones de densa bruma, tiene la sensación de que la vida se ha parado. El silencio retumba en los oídos, las prisas se aparcan y se contempla la nada desde la melancolía. Las nieblas del otoño, en definitiva, nos devuelven a un tiempo antiguo en el que el silencio gana la partida al ruido y la introspección desbanca al movimiento perpetuo y algo alocado que es el signo de nuestra época. (Borja Olaizola).
Despojados de sus hojas en el otoño, los árboles muestran en el invierno siluetas desnudas de fuerza impactante. Durante largos siglos han soportado vientos y nieves, y siguen allí como si nada hubiera ocurrido.

Y así, poco a poco y sin darnos cuenta, alcanzamos el invierno. Mirando a través de la ventana mi corazón parece apagarse un poco mientras me invade una densa neblina cargada nuevamente de nostalgias infantiles, esta vez mis recuerdos viajan hasta mi colegio, una tarde de invierno, donde la escasa y mortecina luz que entraba tristemente por las ventanas bañaba la mesa del profesor y algunos pupitres. Al cerrar los ojos aun percibo el aroma de los libros, al maestro escribiendo en la pizarra, el sonido de la campana… esa escuela que me vió crecer y me enseñó el sentido de la vida.

He regresado a mi viejo hogar
y he ido a mis montañas queridas.
Ya va llegando el otoño,
las hojas van cayendo lentas
como si estuvieran cansadas.
El cielo esta azul, de un añil profundo suave,
la temperatura va cambiando.
De la lejanía llega a intervalos
el mugido de reses que pastan en el campo.
Las hojas de verde azulado, grises, amarillas,
caen y un dulce silencio nos rodea,
sólo roto por unas abejas tardías
que zumban sobre las flores ya marchitas.
El paisaje ligeramente ondulado,
los árboles erguidos frente al aire
sutil fino y transparente.
Todo es severidad y grandiosidad,
el tiempo se va deslizando
en silencio, entre montañas grises
que pronto se cubrirán de nieve.
Pasan las horas, los minutos, segundos
y me siento diferente interiormente.
La luz, el color, los ruidos, el canto de los pájaros,
todo es especial en este tiempo.
Los años van pasando sobre mi
y extraño aquel paisaje,
tan bello, natural, con su aire sutil y fresco.
Y siento dentro de mi,
un dolor por lo perdido,
que se que nunca más va a volver
en mi vida ( Renė León).

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