Trashumancia de otoño
Ruta trashumante de otoño desde el Llosar a Salvasoria
Trashumancia de otoño en el día 19 de octubre del año de Nuestro Señor 2024, año setecientos cincuenta y dos desde que el rey Alfonso X el Sabio creara el Honrado Concejo de la Mesta de pastores, y que coincidió en estos días con el paso del cometa C/2023 A3 (Tsuchinshan–ATLAS) que procedente de la Nube de Oort, nos acompañó al anochecer, tras haber estado deambulando más de 80.000 años por el espacio.
Y así es como cada año, y desde tiempos inmemoriales, el final del verano y la llegada del otoño supone, para muchos pastores, el inicio del traslado de su ganado desde los pastos de la alta montaña a las tierras bajas, a través de las vías pecuarias. Una época en la que los rebaños atraviesan la geografía española en busca de mejores pastos. Y que, además, favorece la sostenibilidad medioambiental, evitando la erosión del campo y ayudando a la prevención de incendios, así como a mantener vivo y activo un legado cultural, el medio rural.
Enclavada en el corazón de la comarca Gudar-Maestrazgo, esta ruta trashumante nos ofrece la oportunidad de recorrer los antiguos caminos de la trashumancia, un sistema de manejo ganadero que, aunque en declive, sigue siendo parte esencial de la cultura y tradición de la zona. Este recorrido te ofrece un viaje en el tiempo a través de sus paisajes más emblemáticos desde una perspectiva totalmente diferente.
En esta ocasión acompañé al ganadero Gonzalo Gargallo en su segunda etapa desde la Ermita del Llosar, que con sus 500 ovejas y sus perros se disponía a dejar atrás los puertos de montaña de l’Alt Maestrat, tras atravesar sus bosques y páramos, en el límite entre las provincias de Castellón y Valencia, para desplazarse andando hasta los pastos de invierno, en el litoral valenciano. Se trata de un milenario viaje que este pastor de Cantavieja lleva realizando desde que tenía quince años.
Cruzar estas tierras, sus pueblos, al son de los balidos, los cencerros, el canto de los pájaros, la presencia constante en el cielo de rapaces como el águila real, el halcón peregrino o el cernícalo vulgar y las conversaciones con el pastor entre sabinas, carrascas y escaramujos, es vivir una grata e inolvidable experiencia.
Con las primeras y débiles luces del alba en un altiplano a más de 1000 metros de altitud, muy cerca de la ermita del Llosar, unas impacientes ovejas se disponen a salir del redil donde han pasado la noche. Nos espera una larga y emocionante jornada por los viejos azagadores trashumantes que atraviesan estas sierras. Iniciamos la vereda entre muros de piedra seca que delimitan las propiedades, bajo una capa de nubes que van dejando caer una fina y persistente lluvia, al tiempo que una fría brisa montañera golpea nuestro rostro.
Nada más cruzar la CV-126, y tras una fuerte bajada, nos adentramos por el camino de los Carros, que discurre a modo de barranco sinuoso no muy ancho entre altos muros de piedra en seco, repletos de escaramujos de buen porte.
Tras alcanzar un nuevo altiplano, la cañada discurre ancha y despejada entre muros de piedra que ante la atenta mirada de los buitres que nos sobrevuelan y un arrendajo que atraviesa veloz, nos llevará hasta el Mas de Cabestany, que tras cruzar este lugar todavía hoy habitado, nos conducirá nuevamente por una vía pecuaria ancha y de fácil caminar hasta la Cañada de Ares, para después de un largo trecho llegar a un valle muy largo y grande que tras atravesarlo nos encaminará a la Balsa Verde, donde haremos un alto en el camino para comer, pues aquí tenemos abundante agua y verdes pastos para las ovejas.
Tras reponer fuerzas, emprendemos la vereda. La cañada aquí es bastante amplia que nos lleva por colinas y quebradas hasta una inmenso prado cercano a Ares y Morella, dirección a la Aldea de la Llacua.
Por el camino, nos encontramos la piel de una serpiente. Gonzalo, levantándola con su garrote me explica que la piel, ya sea de víbora o de culebra, cuando está seca se utiliza con los animales que abortan para expulsar la placenta.
La aldea de la Llàcua es un pintoresco y aislado poblado a 1.069 metros de altitud, donde en su entorno todavía se cultiva el cereal. La vida humana de esta aldea que antaño fue un prospero lugar de herreros, carpinteros y pastores, con una escuela pública, abierta desde 1932 a 1974; y la iglesia dedicada a la Purísima, construida entre 1560 y 1565, forma ahora tan solo parte del recuerdo.
Cruzamos este silencioso lugar ya avanzada la tarde, para seguir la vereda hasta llegar a un bosque de carrascas, situado en una pendiente muy sinuosa, la cual tendremos que superar de bajada en un terreno muy pedregoso y exigente fisicamente tanto para los animales como para nosotros.
Después de salir de este fatigoso bosque, con el ocaso encima, se nos abre un ramal no muy ancho entre bosques de pinos, ya muy cerca de la fuente de Salvasoria, un apacible rincón con unos gigantescos chopos que con las últimas luces del día y mientras escuchamos los lamentos del cárabo en la frondosidad, confieren al lugar un extraño encanto.
Atravesamos ya de noche la masada de Salvasoria, un pequeño conjunto arquitectónico formado por un pequeño caserío en torno a una ermita hundida dedicada a Santa Llúcia, una construcción perteneciente a la Reconquista y que fue parroquia desde el siglo XIII hasta el siglo XVIII, cuando al construirse la iglesia de la La Llacua, progresivamente se abandonó este lugar, y una de las campanas de esta ermita, una verdadera joya del siglo XV, la llamada campaneta de les ànimes se conserva hoy en día en la Llacua.
Con el último canto del mirlo en la foresta, llegamos al final de una memorable jornada por una milenaria vía pecuaria que, discurriendo entre muros de piedra, pintorescos poblados, antiguas masías, frondosos bosques y abruptos barrancos, despedimos satisfechos el día, habiendo cumplido lo propuesto, sintiendo que por cada poro de nuestra piel emana un deseo irrefrenable de homenajear la memoria de todos los pastores trashumantes que transitaron estas sierras.